Eran las 3.11 de la madrugada y por lo tanto, el detective Patouloi se encontraba repatingado en su silla de madera, con los pies colocados pesadamente sobre su desordenado escritorio, durmiendo.
Una gabardina verde con las solapas levantabas lo abrigaba, mientras que un sombrero marrón ladeado hacia delante lo protegía de posibles rayos de luz que se colaran por el esmerilado de la puerta.
Dormía tranquilamente, con respiración un tanto pesada, debido a su sedentarismo absoluto, lo que se revelaba en un abdomen un tanto abultado. No lo ayudaba, además, su adicción al tabaco (el pitillo formaba parte ya de su anatomía, y una nube casi constante de humo merodeaba a su alrededor) y al alcohol, aunque ésta en menor medida que la primera.
Estaba soñando que se encontraba en una sala de un lujoso crucero en alta mar, recostado en cómodos almohadones de pluma, acariciando las broceadas y suaves piernas de una mujer, y con una caja repleta de una infinita variedad de los más finos habanos a su entera disposición, mientras la brisa marina se colaba por las ventanas, cargando las notas de una pieza clásica, que podría ser de Louis Armstrong como de Mozart.
En ese momento, la escena se vio distorsionada debido a unos golpes secos y sucesivos que surgieron de algún sitio. Patouloi pensó que se trataba de un impaciente camarero que venía a cobrarle los placeres que estaba disfrutando, pero un instante luego, con una mayor proporción de su consciencia despierta y activa, se dio cuenta que provenían de la puerta de su oficina.
Se incorporó, movio varias veces la boca para quitarse el regusto y exceso de saliva, abrió y cerró los ojos, tratando de aclarar la visión, se acomodó sin mucho cuidado la gabardina y el sombrero, bostezó sin aspavientos, se levantó, y caminando pesadamente se dirigió a la puerta y la abrió.
En el umbral se encontraban dos adolescentes, chico y chica, de aproximadamente dieciocho años, con cara de haber tenido un susto reciente y frotándose los antebrazos con las manos, procurando mantener el calor del cuerpo frente al frío de la noche, a pesar de que se encontraban en el pasillo de la galería.
Patouloi los miró, aún con vestigios de sueño en sus ojos y mente, como inspeccionándolos para sacar una primera impresión, pero no habló.
-Necesitamos de sus servicios.
Era el chico el que que hablaba. Era bastante alto, de cabello castaño claro, vivaces ojos verde oscuro, que a Patouloi le pareció, miraban por el rabillo, a ambos lados, como si temieran que alguien lo estuviese siguiendo. Iba vestido informal, a la moda, con una gruesa campera oscura que hacía imaginar un físico mayor al que realmente tenía.
Sin duda que la presencia de dos jóvenes como estos a las tres de la mañana en su oficina no era nada normal, pero lo normal era un concepto totalmente relativo en el área de la investigación privada, que daba margen a cosas que podían llegar a ser realmente inusitadas e insólitas, y ésa era una de las razones por las que Patouloi se había dedicado a ese oficio. Además, teniendo en cuenta que sus casos cotidianos poco (por no decir nada) tenían de extraños y raro, ya que la inmensa mayoría consistían en seguir a esposos y esposas infieles, recabar datos de compradores, vendedores, candidatos a puestos ejecutivos en empresas de importancia, y de futuros yernos y nueras, además de alguna otra cosilla, no le parecía mal variar un poco, sobre todo porque la situación financiera requería entradas pronto.
Se corrió del umbral, y les hizo un ademán para que entraran, cerrando la puerta detrás de ellos suavemente, sin hacer ruido.
Los chicos estaban parados frente a su escritorio. Podía ser una muestra de respeto y utilización de los usos sociales los que lo habían llevado a no tomar asiento y esperar que él se los ofreciera, pero Patouloi sospechaba que la verdadera razón residía en que no había un solo espacio para sentarse, ni en el sofá ni en las tres sillas de madera, totalmente abarrotadas de papeles, libros, carpetas, cajas y otros adminículos, además de su mascota, la gata Margaret.
En realidad, cuando la encontró (en un oscuro y sucio callejón a dos cuadras de la galería donde se ubicaba su oficina) pensó que era un gato, y lo bautizó Winston, en honor a Churchill. Luego, cuando se dio cuenta que era un macho (unas tres semanas después), y pensando que, aunque hoy en día se cambian de sexo, de nombre, o de ambas cosas, eso no era apropiado para su mascota, la rebautizó como Margaret, en honor a la ahora baronesa Margaret Thatcher, y de esa manera, además, guardaba relación, al menos política e ideológica, con el nombre anterior.
Margaret, cuyo carácter era todo lo opuesto a quien rendía homenaje su nombre, dormía plácidamente en una silla, compartiéndola con una carpeta de la que habían caído varias hojas al piso.
Patouloi tomó a Margaret con las dos manos, y haciendo un poco de espacio en el sofá crema con adornos en naranja, viejo y de mal gusto, la despositó allí. A continuación, barrió con la mano los pelos que había dejado en la silla, y despejó otra (una pila de diarios y revistas arrugados fue a parar a una mesilla al lado del sofá), para luego indicarles que se sentaran.
-Disculpen, es que hoy no vino la señora que hace la limpieza.
En realidad, no tenía una señora de limpieza propiamente dicho, sino que, dos por tres, doña Blanca, la dueña del kisosco de la galería, por lástima y unos pesos locos (Patouloi estaba seguro que era más por lástima), trataba de hacer el sitio al menos un poco más habitable.
Los muchachos se sentaron, sin dejarlo de seguir aprensivamente con los ojos, y Patouloi hizo lo propio en su silla, detrás del escritorio. Encendió un cigarillo, se recostó en la silla, y tratando de hacer caso omiso a un deseo cada vez más grande de volver, a través del sueño, a la sala del crucero con su chica y sus puros, dijo:
-Bueno, chicos, ustedes dirán.